Reskilling: la palabra mágica que nadie entiende
El “reskilling” se ha convertido en la nueva pócima milagrosa del discurso institucional: una etiqueta brillante que promete salvarnos del apocalipsis laboral provocado por la automatización. Políticos, consultoras y organismos internacionales la repiten con la misma devoción con la que, en otros tiempos, se invocaba a la diosa Fortuna. Pero detrás del mantra tecnocrático se esconde un problema más profundo: la idea de que la sociedad debe “reciclarse” según los dictados del mercado, o más bien según los dictados de quienes dicen representarlo.
La paradoja es evidente: el reskilling se presenta como emancipación, pero rara vez se plantea desde la libertad individual. El mensaje subyacente es paternalista: “No te preocupes, ciudadano; si la tecnología te deja atrás, ya vendrá el Estado o tu gran corporación favorita a decirte en qué debes convertirte”. El sujeto deja de ser agente para convertirse en material moldeable. Es la versión moderna del artesano medieval obligado a un gremio, solo que ahora el gremio se llama “fuerza laboral adaptable”.
Históricamente, las grandes transformaciones tecnológicas no necesitaron campañas institucionales para que la gente aprendiera nuevas habilidades. Nadie tuvo que emitir un decreto para que los agricultores del siglo XIX se convirtieran en operarios industriales; lo hicieron porque la libertad de elección y la lógica de mercado les ofrecieron un horizonte más amplio que el de trabajar del amanecer al ocaso. El reskilling genuino surge de la motivación, la ambición y la búsqueda de oportunidades, no de un PDF de 200 páginas diseñado para justificar presupuestos públicos.
Lo más inquietante es el doble discurso. Mientras se nos anima a “reciclarnos”, los mismos actores que promueven estas narrativas impulsan marcos regulatorios que sofocan la innovación. Europa es un ejemplo ya casi caricaturesco: celebra la “transformación digital” mientras aprieta las tuercas de la burocracia, como si se pudiera bailar claqué con grilletes. El intervencionismo promete protección, pero muchas veces solo consigue crear dependencia: individuos esperando instrucciones, empresas temerosas de moverse sin permiso, y administraciones que confunden regulación con control.
La tecnología, sí, incluso la inteligencia artificial, no es el enemigo. Lo es la concentración de poder que puede florecer si la innovación se convierte en monopolio estatal o corporativo. El reskilling debería ser un camino hacia la autonomía: aprender a usar herramientas nuevas para ampliar la libertad personal, no para encajar en esquemas diseñados desde arriba. Y aquí surge la contradicción final: se nos pide que confiemos en estructuras que han demostrado una y otra vez su incapacidad para adaptarse a la realidad, pero que insisten en enseñarnos a nosotros cómo adaptarnos.
Quizá la verdadera palabra que nadie entiende no sea “reskilling”, sino “responsabilidad”. Esta no se delega, no se legisla, no se imprime en campañas institucionales. Se ejerce. La tecnología puede darnos superpoderes, pero solo si dejamos de esperar a que papá Estado nos diga qué hacer con ellos. Porque tal vez lo más incómodo de todo sea aceptar que el futuro no nos exige reciclarnos… sino despertar.