Conspiraciones oficiales: cuando la verdad parece sospechosa
Pocas ironías son tan deliciosas como esta: vivimos en una era en la que todo el mundo teme caer en “teorías de la conspiración”, pero casi nadie se da cuenta de que las conspiraciones más influyentes no son las clandestinas, sino las oficiales. Las que no se susurran en sótanos, sino que se anuncian en ruedas de prensa. Las que no fabrican foros oscuros, sino instituciones respetables. Esas son las verdaderamente peligrosas, porque operan bajo el prestigio de la legitimidad.
La historia está repleta de ejemplos, pero la memoria colectiva es selectiva. El Proyecto MK-Ultra, por ejemplo, fue considerado durante décadas un delirio paranoico… hasta que se desclasificaron los documentos que demostraban que la CIA había experimentado con drogas y manipulación mental en ciudadanos sin su consentimiento. Pero incluso después de eso, seguimos creyendo que los gobiernos solo conspiran cuando “pierden el rumbo”, nunca como práctica estructural.
El lenguaje ayuda mucho a esta autoengaño. Cuando un ciudadano miente, es “desinformación”; cuando un Estado lo hace, es “estrategia comunicativa”. Cuando un individuo manipula, es “engaño”; cuando lo hace una institución, es “gestión de narrativas”. El doble rasero es tan descarado que uno casi admira el talento semántico detrás del maquillaje. Las conspiraciones oficiales son exitosas precisamente porque no parecen conspiraciones: parecen políticas públicas.
El mecanismo es siempre el mismo: primero se ridiculiza cualquier hipótesis que incomode al poder; luego se patologiza; finalmente, si resulta ser cierta, se normaliza con la frialdad de quien dice “bueno, son cosas que pasan”. Y el público, agotado, prefiere mirar hacia otro lado antes que admitir que la línea entre transparencia y teatro es más delgada de lo que quisieran reconocer.
La innovación tecnológica ha amplificado este fenómeno. Por un lado, permite descubrir mentiras oficiales más rápido; por otro, ofrece nuevas herramientas para instalarlas con mayor eficacia. Los gobiernos y corporaciones han entendido que controlar la realidad factual es inútil: lo verdaderamente rentable es controlar la percepción. No importa qué ocurre, importa qué parece que ocurre. Y en esa guerra semiótica, los algoritmos son aliados formidables: distribuyen versiones “oficiales”, silencian anomalías, priorizan mensajes “fiables”. Todo con la asepsia de un proceso técnico, como si la máquina fuera neutral y no estuviera programada por alguien con intereses muy concretos.
La sospecha, en este contexto, se vuelve una forma de autodefensa cognitiva. Pero aquí llega la paradoja: cuanto más mintieron las élites en el pasado, más sospechoso parece cualquier intento actual de decir la verdad. Es la consecuencia lógica de décadas de manipulación: una población que ya no distingue entre evidencia incómoda y fábula conspirativa. Un paisaje donde lo cierto huele a trampa, y lo falso huele a consigna.
Y quizá ese sea el mensaje más incómodo: no es que vivamos rodeados de conspiraciones, es que vivimos rodeados de conspiraciones certificadas, cuidadosamente redactadas y distribuidas mediante canales oficiales. La próxima vez que un gobierno o corporación afirme algo con excesiva vehemencia, recuerda: las verdades que requieren tanto maquillaje suelen ser las menos fiables. Si te incomoda pensarlo, es buena señal. Significa que la verdad aún no te ha domesticado.