El capitalismo de plataformas: del empleo al algoritmo

El capitalismo de plataformas es la última mutación del sistema: elegante, higiénica y supuestamente meritocrática. Un mundo donde ya no trabajas para una empresa, sino para un algoritmo; donde no tienes jefe, pero sí un conjunto de ecuaciones que decide tu visibilidad, tu reputación y, por supuesto, tus ingresos. Es la versión 3.0 del viejo contrato social: el empleo se disuelve y aparece una relación mucho más asimétrica, disfrazada de oportunidades infinitas y autonomía emprendedora. Una fantasía diseñada para que el individuo crea que se liberó mientras entrega su destino a un código opaco.

La trampa es vieja, aunque la interfaz sea nueva. En la Revolución Industrial, los obreros dependían de la maquinaria y del capataz. Hoy, el trabajador de plataforma depende de una aplicación que asigna tareas según criterios que nunca conocerá. Si el capataz era injusto, al menos podías mirarlo a los ojos. El algoritmo, en cambio, es un oráculo silencioso: omnipresente, indiscutible y convenientemente irresponsable. No da explicaciones. Solo puntúa.

El discurso oficial asegura que las plataformas empoderan al individuo. “Sé tu propio jefe”, repiten, mientras imponen tarifas variables, incentivos psicológicos y penalizaciones automáticas que moldean el comportamiento con la precisión de un laboratorio conductista. El trabajador no recibe órdenes, pero está condicionado. No firma un contrato, pero está encerrado. No tiene horario, pero vive pendiente de las notificaciones. ¿Libertad? Claro, la misma libertad que tenía el ratón en las pruebas de Skinner.

No es casual que el lenguaje institucional celebre este modelo como innovación económica. Es barato, flexible y políticamente cómodo. Cuando los trabajadores reclaman derechos, la élite tecnopolítica responde con una sonrisa: “No son empleados, son colaboradores independientes”. Así, la plataforma lava sus manos y convierte obligaciones laborales en una cuestión de “compromiso personal”. El riesgo se privatiza, el beneficio se centraliza.

Pero lo más inquietante no es la precariedad: es la arquitectura de control. Las plataformas operan como microestados digitales con reglas propias, tribunales automatizados y vigilancia constante. El algoritmo acumula más información sobre el trabajador que cualquier jefe de la historia. Sabe cuándo rinde más, cuándo está cansado, cuándo rechaza un encargo y hasta cómo afecta el clima a su comportamiento. El individuo se convierte en un conjunto de métricas optimizables, un recurso fungible dentro de una economía gobernada por decisiones invisibles.

Y, sin embargo, la innovación no es el enemigo. De hecho, podría ser la vía de escape. La tecnología puede descentralizar mercados, democratizar ingresos, romper intermediaciones abusivas. Pero para eso necesita lo contrario de lo que hoy impera: transparencia, portabilidad de datos, privacidad robusta y algoritmos auditables. Sin estos elementos, el capitalismo de plataformas seguirá siendo un feudo digital disfrazado de economía colaborativa.

La pregunta que queda flotando es incómoda: ¿estamos construyendo un futuro donde las personas usan las plataformas, o uno donde las plataformas usan a las personas? Si aceptamos sin cuestionar la narrativa oficial, quizá ya sepamos la respuesta… y lo peor es que el algoritmo también.

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El teletrabajo como espejismo de libertad