El Amanecer del Tecnofeudalismo
Vivimos en el umbral de una transformación que hace que la Revolución Industrial parezca un cambio gradual. La inteligencia artificial no es solo otra herramienta tecnológica más; es el catalizador de una reconfiguración económica y social que podría materializarse en menos de una década, cuatro veces más rápido que cualquier revolución anterior.
Mientras debatimos si Chat GPT puede escribir mejor poesía que los humanos —y los estudios demuestran que sí puede—, las estructuras fundamentales de nuestra sociedad se fracturan silenciosamente. La capacidad de la IA para automatizar no solo trabajos manuales, sino cognitivos, plantea una pregunta incómoda: ¿qué sucede cuando la premisa básica del capitalismo, que el trabajo genera valor, se vuelve obsoleta?
Los datos son contundentes. Goldman Sachs estima que 300 millones de empleos en Estados Unidos y Europa podrían ser automatizados por la IA. Chat GPT ya supera el examen de abogacía con puntuaciones superiores al mínimo requerido. No estamos hablando de un futuro distante; estamos describiendo el presente que se despliega ante nuestros ojos.
Sin embargo, la verdadera amenaza no radica en el desempleo tecnológico, sino en algo más sutil y peligroso: la concentración de poder cognitivo. Mientras creemos que democratizamos el acceso a la IA al usar herramientas gratuitas, en realidad construimos la infraestructura de control más centralizada de la historia humana.
OpenAI, Google, Meta y Microsoft no solo poseen los modelos más avanzados; controlan los datos de entrenamiento, la infraestructura computacional y, crucialmente, los parámetros que determinarán cómo estos sistemas "piensan" y responden. Esta concentración genera lo que el economista Cedric Durán denomina "tecnofeudalismo": un sistema donde los propietarios de plataformas digitales extraen rentas de los usuarios, similar a como los señores feudales extraían tributos de los campesinos.
La paradoja es evidente: nos aproximamos a la abundancia material técnicamente posible, pero bajo estructuras de distribución que perpetúan la escasez artificial. La IA podría resolver problemas de productividad que han limitado el crecimiento durante décadas, pero bajo las estructuras actuales, esos beneficios se concentrarán en muy pocas manos.
La propuesta de renta básica universal, aunque seductora, no aborda el problema fundamental. No necesitamos parches para un sistema obsoleto; necesitamos repensar conceptos como propiedad, trabajo y distribución de riqueza en un mundo donde el coste marginal de producción podría ser prácticamente cero.
Las alternativas existen: democratización de la IA mediante cooperativas tecnológicas, impuestos sobre la automatización para financiar la transición social, mercados de datos donde los individuos sean compensados por la información que generan. Sin embargo, estas soluciones enfrentan resistencias enormes de corporaciones con incentivos claros para mantener el estatus quo.
Mientras nuestros gobernantes permanecen ajenos a esta realidad, navegando con mapas obsoletos en aguas completamente nuevas, las decisiones sobre el futuro de la humanidad quedan en manos de unas pocas corporaciones tecnológicas. La regulación que prometen, como la Ley de IA de la Unión Europea, funciona más como control social que como protección ciudadana.
La elección no es si la transformación ocurrirá —ya está ocurriendo— sino si seremos arquitectos conscientes de un nuevo orden económico o simples espectadores de nuestro propio desplazamiento. En este río tecnológico donde la única constante será el cambio, nuestra supervivencia como sociedad dependerá de nuestra capacidad de aprender a nadar en aguas que nunca antes habíamos navegado.
El futuro no está escrito, pero se está escribiendo ahora, línea de código a línea de código. La pregunta es: ¿quién tiene la pluma?