La Hipoteca Generacional: La Deuda que Devora el Futuro
Mientras el gobierno intenta esquivar la última crisis de credibilidad y corrupción interna, mientras los ciudadanos viven atónitos esta realidad, un gusano que lo devora todo no para de crecer. España acaba de cruzar una línea invisible pero devastadora. El contador marca ahora 1,66 billones de euros, una cifra que representa el 103,5% del PIB nacional. No es solo un número abstracto pintado en los informes del Banco de España; es el peso tangible de una generación entera sobre los hombros frágiles de las que vendrán.
Cada amanecer, mientras millones de españoles se despiertan para enfrentar otro día de incertidumbre económica, el Estado ya ha consumado un ritual silencioso y devastador: ha gastado 115 millones de euros. No en la construcción de hospitales que salven vidas. No en escuelas que forjen futuros. No en infraestructuras que conecten oportunidades. En intereses. En el tributo diario a una deuda que crece como un organismo voraz, alimentándose del futuro de un país.
La situación ha superado todas las previsiones oficiales. El Gobierno había prometido cerrar 2024 con una deuda del 101,7% del PIB, pero la realidad se ha impuesto con la fuerza de una avalancha financiera. El nuevo récord del 103,5% no solo evidencia el fracaso de las proyecciones gubernamentales, sino que confirma que España vive hipotecada a sus acreedores.
Para comprender la magnitud de esta tragedia silenciosa, basta con traducir las cifras a términos humanos. Cada español, desde el recién nacido hasta el jubilado más anciano, carga indirectamente con una deuda de 35.000 euros. Es como si toda la población del país hubiera firmado una hipoteca colectiva sin haber recibido las llaves de ninguna casa.
Los 41.000 millones de euros anuales que España destina al pago de intereses superan el presupuesto conjunto de vivienda y políticas de empleo. Es una cantidad que permitiría construir un hospital público de 500 camas cada veinticuatro horas, exclusivamente con lo que se evapora en el servicio de la deuda. En 2024, esta factura representó el 2,45% del PIB nacional y el 5,4% del gasto público total, convirtiéndose en la tercera partida más importante de los presupuestos del Estado.
El análisis histórico revela cómo España llegó a este precipicio financiero. Durante los años ochenta y noventa, en plena consolidación democrática y convergencia europea, la deuda se mantenía en niveles manejables. Las exigencias del Tratado de Maastricht impusieron una disciplina fiscal que permitió adoptar el euro con una deuda del 60% del PIB. A mediados de la década de 2000, España presumía incluso de una deuda pública inferior al 40% del PIB, muy por debajo de Italia o Alemania, gracias al crecimiento económico y presupuestos excedentarios.
Pero esta calma fiscal era el preludio de una tormenta perfecta. La crisis de 2008 destapó las costuras de un modelo insostenible: del 35% del PIB en 2007 se disparó al 70% en 2011, coincidiendo con el final del mandato de José Luis Rodríguez Zapatero. Durante la era de Mariano Rajoy, entre 2011 y 2018, la deuda superó por primera vez el billón de euros y rebasó el 100% del PIB, algo que no ocurría desde hacía un siglo. En total, Rajoy añadió 418.622 millones de euros a la losa de deuda en sus seis años y medio de mandato, dejando la ratio en torno al 98% del PIB.
La pandemia de 2020 asestó el golpe definitivo. Para afrontar la emergencia sanitaria y económica de la COVID-19, el Estado español volvió a abrir la manguera del gasto público. Subvenciones, ERTEs, rescates y un parón económico histórico llevaron la deuda hasta el 124% del PIB en 2020-2021, un máximo contemporáneo. Desde entonces, la recuperación económica ha moderado ligeramente esa ratio hasta cerrar 2024 en el 101,8% del PIB, pero el repunte actual al 103,5% evidencia que España sigue encadenada a una deuda equivalente a todo lo que produce el país en un año completo.
La comparación internacional ofrece lecciones aleccionadoras que España parece empeñada en ignorar. Italia, con una deuda del 135% del PIB, lleva décadas arrastrando las cadenas de un endeudamiento que la condena a crecer poco y mal, siempre bajo la amenaza de los mercados. Los italianos han vivido con esa espada de Damocles durante años, pagando el precio en forma de credibilidad mermada y escaso margen para inversiones productivas.
El caso griego resulta aún más dramático. Tras décadas de descontrol fiscal, Grecia protagonizó la peor crisis de deuda soberana europea en tiempos de paz. Su deuda superó el 180% del PIB, perdió el acceso a los mercados en 2010 y tuvo que ser rescatada varias veces por la UE y el FMI, con draconianas medidas de austeridad. El resultado fue una depresión económica brutal: el PIB se hundió, el desempleo superó el 25% y la sociedad sufrió un empobrecimiento generacional. Incluso hubo una quita de deuda en 2012, eufemísticamente llamada "reestructuración", para hacerla manejable. Aunque Grecia ha logrado reducir su deuda hasta el 153% del PIB en 2024, sigue muy por encima de lo deseable.
Imaginemos por un momento el rostro de Amelia, técnica radiológica de 34 años en un hospital público de Sevilla. Cada mañana, mientras prepara el equipo para las primeras radiografías del día, sabe que el Estado ya ha gastado más dinero en intereses de deuda que lo que cuesta mantener su servicio durante una semana completa. Su salario, congelado desde hace años, pierde poder adquisitivo mes tras mes mientras la inflación, esa compañera silenciosa del endeudamiento descontrolado, devora sus ahorros.
La historia de Rodrigo, ingeniero industrial de 29 años, ilustra otra dimensión de esta tragedia. Pese a su formación técnica superior, encadena contratos temporales en un mercado laboral incapaz de generar empleo estable. La razón es estructural: cuando una economía destina una porción creciente de sus recursos al pago de intereses, reduce inevitablemente su capacidad de inversión productiva. España ya adolece crónicamente de temporalidad laboral y desempleo juvenil; la losa de la deuda no hace sino agravar esta situación al limitar el dinamismo económico.
Nerea, maestra de primaria en un colegio público de Valencia, ve cómo las aulas se masifican y los recursos escasean. No por maldad o negligencia, sino porque cada euro destinado a los tenedores de bonos es un euro que no llega a la educación. Su clase, que debería tener veinte alumnos, cuenta con veintiocho niños que compiten por su atención en un espacio insuficiente, con material didáctico obsoleto.
La AIReF proyecta un escenario escalofriante: si no se toman medidas contundentes, la deuda podría ascender al 129% del PIB en 2050 y al 181% en 2070, debido al envejecimiento poblacional y el incremento del gasto en pensiones. Es un derrotero insostenible que convertiría a España en un protectorado financiero.
Frente a estas proyecciones, el Gobierno mantiene un optimismo que roza el realismo mágico presupuestario. Sus previsiones contemplan reducir la deuda al 90% en 2031 y al 76% en 2041. Para lograr semejante proeza, España debería clavar dieciséis ejercicios consecutivos de superávit primario, algo que no consigue desde 2007, mantener el crecimiento real al 2% ininterrumpidamente y confiar en que el BCE no subirá los tipos en los próximos veinticinco años.
La Unión Europea exige que los países con deuda superior al 90% la reduzcan al menos un punto del PIB cada año. A esa velocidad, España alcanzaría el objetivo en 2084, justo a tiempo para celebrar el tricentenario de la primera burbuja de deuda borbónica.
El sistema monetario fiat ha permitido crear dinero de la nada para financiar déficits, diluyendo el valor de cada euro en circulación. Como advirtió Voltaire con su fina ironía: "El papel moneda siempre vuelve a su valor intrínseco: cero". España ha vivido anestesiada por la morfina monetaria del Banco Central Europeo, que compró masivamente bonos españoles con dinero recién creado. Pero toda anestesia tiene efectos secundarios, y el nuestro se llama inflación: llegó a superar el 10% anual en 2022, erosionando brutalmente los salarios reales de millones de trabajadores.
La pérdida de poder adquisitivo no es una estadística abstracta. Es la realidad de familias que ven cómo su presupuesto mensual se evapora, cómo los precios suben más rápido que sus ingresos, cómo el futuro se aleja cada mes un poco más. Cuando el Estado se endeuda en exceso, una tentación clásica es licuar la deuda vía inflación: los precios suben, la moneda pierde valor, y así la carga de la deuda en términos reales se aligera a costa del empobrecimiento silencioso de la población.
Esta no es una historia de buenos y malos, de izquierdas contra derechas. Todos los partidos que han gobernado España en las últimas décadas han contribuido a engordar esta deuda monstruosa. José María Aznar, en plena explosión inmobiliaria, logró bajar la deuda del 60% al 47% del PIB, pero no porque redujera la deuda en términos absolutos, sino porque el PIB crecía al 4% anual. Mariano Rajoy recibió un país con deuda del 70% del PIB en 2011 y lo dejó con el 98% en 2018, sumando cerca de 420.000 millones de deuda adicional.
El Partido Popular, que se presenta como adalid de la responsabilidad fiscal, tampoco tiene las manos limpias. Es fácil predicar austeridad desde la oposición; otra cosa es gobernar con recesión. Cuando les ha tocado gestionar, han optado por subir impuestos indirectos, congelar pensiones y recortar inversión, sin impedir que la deuda siguiera al alza.
Cada día que pasa sin medidas contundentes, España se adentra más en territorio peligroso. La deuda actúa como una hipoteca social de largo plazo, sembrando la semilla de la frustración y el desencanto con la política. Los jóvenes heredan un Estado endeudado hasta las cejas pero con menos patrimonio público y menos margen para políticas ambiciosas.
Un día, cuando la historia juzgue esta época, se preguntará cómo fue posible que una generación de dirigentes españoles mirara hacia otro lado mientras se consumaba el mayor robo intergeneracional de la historia democrática del país. Ese día, quienes hoy son niños serán adultos obligados a pagar una factura que no pidieron, en un país empobrecido por la irresponsabilidad de sus mayores.
La deuda pública española no es solo un problema económico: es un problema moral. Es la historia de cómo un país decidió vivir por encima de sus posibilidades y trasladar la factura a quienes aún no habían nacido. Mientras los políticos debaten en los pasillos del poder, más preocupados por apagar incendios mediáticos que por sofocar el fuego real, el futuro de España se desvanece, euro a euro, día a día.
Algún día, nuestros hijos nos preguntarán por qué permitimos que esto ocurriera.