El espejismo del Estado benefactor: ¿protección o dependencia?
El Estado benefactor se presenta como un salvador magnánimo, una red de seguridad diseñada para proteger al ciudadano de las inclemencias de la vida moderna. Sin embargo, detrás de ese discurso compasivo se esconde una maquinaria que no tanto protege como perpetúa la dependencia. La promesa de “seguridad social” se convierte, en la práctica, en una jaula de oro: brillante, confortable a primera vista, pero restrictiva y diseñada para mantener al individuo dócil.
La historia está llena de ejemplos donde el poder se disfraza de paternalismo. El Imperio Romano, en su decadencia, alimentaba a la población urbana con pan y circo. No se trataba de benevolencia, sino de control: ciudadanos anestesiados no cuestionaban la corrupción del Senado ni la ineptitud de los emperadores. Hoy, el subsidio universal, las pensiones estatales o la sanidad pública funcionan con la misma lógica: se entregan beneficios que el individuo no puede rechazar sin quedar marcado como insolidario. Lo paradójico es que este supuesto “progreso” reduce la capacidad de elección. Cuando la educación depende exclusivamente de ministerios, o la jubilación de sistemas de reparto quebrados, la libertad real se evapora. La protección se convierte en un chantaje: dependes de mí, por tanto me obedeces.
Aquí aparece el contraste interesante: la tecnología ofrece independencia mientras la burocracia la devora. El teletrabajo, la descentralización de datos mediante blockchain o la proliferación de inteligencia artificial permiten a los individuos emanciparse de estructuras jerárquicas y lentas. Sin embargo, los Estados reaccionan como cualquier monopolio amenazado: regulan, ralentizan, imponen licencias, todo en nombre de la “seguridad” o la “ética”. El caso más claro es la privacidad digital. Los gobiernos afirman proteger al ciudadano de las grandes corporaciones, pero lo hacen aumentando su propia capacidad de vigilancia. Europa presume del GDPR, mientras simultáneamente expande sistemas de identificación digital obligatoria. Es como si el guardián advirtiera: “Cuidado con los ladrones, pero entrégame las llaves de tu casa para protegerte”.
El ciudadano acostumbrado al Estado benefactor pierde el músculo de la responsabilidad. Se resigna a ser cliente en lugar de actor, súbdito en lugar de creador. La dependencia es cómoda: no exige esfuerzo, solo obediencia. Pero como enseñó Alexis de Tocqueville, las sociedades donde los individuos renuncian a la responsabilidad acaban gobernadas por un “poder tutelar” que infantiliza a sus súbditos. La ironía es brutal: el discurso del bienestar que promete dignidad termina generando sumisión. Y lo más inquietante es que muchos lo aplauden, convencidos de que la esclavitud suave es preferible a la incertidumbre de la libertad.
El Estado benefactor no protege: domestica. Su aparente generosidad es un espejismo que esconde la pérdida de autonomía. La verdadera emancipación no vendrá de subsidios, ni de planes de rescate, sino de la capacidad de cada individuo para aprovechar la tecnología, generar riqueza y defender su privacidad frente a cualquier poder centralizador. La pregunta final, incómoda y urgente, es: ¿queremos seguir siendo protegidos como niños, a costa de vivir vigilados y controlados, o preferimos arriesgarnos a ser adultos libres? La respuesta define no solo el futuro de nuestras economías, sino el grado de dignidad que estamos dispuestos a tolerar.