¿Trabajaremos menos o simplemente ganaremos menos?

La promesa de la automatización sugiere una aritmética luminosa: si las máquinas hacen más, nosotros podremos hacer menos. Pero la historia laboral es menos lineal. Trabajar menos o ganar menos no es un destino tecnológico; es una decisión política, empresarial y cultural. La pregunta real es qué se hace con la productividad liberada y quién captura su valor.

Primero, el denominador oculto: la intensidad. Las horas caen en papel mientras la presión sube en pantalla. Algoritmos de asignación comprimen tareas y transforman descansos en micro‑tiempos facturables. Menos horas no siempre significan menos trabajo si el ritmo se acelera.

Segundo, la distribución de la productividad. Cuando las ganancias se concentran en capital intangible y plataformas dominantes, los salarios no acompañan. Así, trabajamos igual o más, pero la parte del pastel que paga nóminas se encoge, y la sensación social es de “ganar menos” incluso con cifras de empleo favorables.

Tercero, el espejismo del auto‑servicio. El consumidor hace tareas antes pagadas: escanear, etiquetar, resolver incidencias. Es trabajo sombra no remunerado que reduce la jornada oficial sin mejorar ingresos ni descanso.

Cuarto, la fijación por el “headcount”. Si la eficiencia se traduce en recortes lineales, la supervivencia de los equipos depende de asumir más carga. La automatización libera horas, pero la organización las rellena con reuniones, compliance y métricas; el famoso efecto “maldición del correo”.

Quinto, la economía del cuidado. El trabajo difícil de automatizar —educación, salud, dependencia— es intensivo en tiempo humano. Si no se revaloriza, una sociedad más productiva puede acabar pagando menos por lo que más sentido tiene.

Sexto, el diseño de incentivos. Bonos asociados a actividad y no a resultados, objetivos de cadencia y cultura de “siempre disponible” empujan a más tiempo conectado. Sin límites claros, cualquier ganancia tecnológica se absorbe en expectativas crecientes.

Séptimo, la semana breve bien hecha. Experimentos serios muestran que cuatro días son viables cuando se rediseña el flujo: menos interrupciones, tareas por lotes, procesos asíncronos. No es magia; es ingeniería de procesos y confianza.

Octavo, aprender sin penalización. Si la reconversión se hace a costa del salario y del ocio, la gente elegirá conservar su puesto actual, perpetuando brechas. Pagar el tiempo de aprender convierte automatización en movilidad, no en miedo.

Noveno, fiscalidad y competencia. Menos gravamen relativo al trabajo frente al capital, y mercados abiertos que permitan que nuevas empresas repartan renta donde hoy hay rentas de posición, inclinan la balanza hacia “trabajar menos sin ganar menos”.

Décimo, la cultura del “buen trabajo”. Valorar resultados, autonomía y descanso como activos productivos cambia decisiones micro: menos reuniones, más foco, límites de notificaciones, derecho efectivo a la desconexión.

El futuro no vendrá con etiqueta. Si nada cambia, la tecnología tenderá a comprimir salarios medios y a expandir jornadas líquidas: ganaremos menos y descansaremos peor. Si cambiamos reglas, incentivos y diseño, podremos trabajar menos y vivir mejor. La diferencia es elección, no destino. Y esa elección empieza en cada empresa, cada convenio y cada presupuesto público bien orientado y valiente.

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