El mito del pleno empleo en la era de la automatización

El “pleno empleo” ha sido el norte de la política económica desde mediados del siglo XX. Pero en la era de la automatización —que ya no solo mecaniza músculo sino también juicio— esa brújula puede engañar. No porque los robots vayan a quitarnos todo el trabajo, sino porque confundir puestos con bienestar nos impide ver la transformación del propio empleo.

Primero, la medición. La tasa de paro convencional es un espejo parcial: oculta desánimo, subempleo y jornadas involuntarias. Una economía puede celebrar números “plenos” mientras millones rotan por trabajos frágiles o encadenan horas insuficientes.

Segundo, la elasticidad tecnológica. La automatización no elimina ocupaciones completas; trocea tareas. En muchas profesiones, los sistemas avanzados sustituyen segmentos rutinarios y elevan el listón de lo humano hacia lo relacional, creativo o crítico. Eso reduce demanda de ciertas tareas y concentra valor en quienes dominan la orquestación de tecnologías.

Tercero, los desfases. La historia muestra que los empleos nuevos llegan, pero más tarde que los que se destruyen. En ese intervalo, regiones, cohortes y sectores pueden quedar atrapados. La reconversión no es un curso; es un ecosistema de movilidad, vivienda, crédito, cuidado infantil y tiempo.

Cuarto, la calidad. El pleno empleo estadístico puede coexistir con precariedad: plataformas que externalizan riesgo, falsos autónomos, microtareas atomizadas. La automatización abarata la coordinación y fomenta un “mercado de personas por piezas” si no hay contrapesos.

Quinto, productividad y captura. Ganancias de eficiencia no se traducen automáticamente en salarios. En mercados con “superstar firms” y capital intangible, la renta de la automatización puede quedarse arriba, alimentando desigualdad aun con paro bajo.

Sexto, la paradoja del cuidado. Mucho del trabajo menos automatizable —educación, salud, atención— está infravalorado y mal organizado. Convertirlo en motor de empleo digno exige estándares, profesionalización y financiación estable, no solo robots auxiliares.

Séptimo, el Estado de misión. Frente al espejismo de “más de lo mismo”, hacen falta misiones claras: descarbonización, rehabilitación de viviendas, modernización de infraestructuras, ciencia abierta, ciberseguridad. Son campos intensivos en trabajo humano complementado por tecnología.

Octavo, la empresa que aprende. Del “headcount” al “task design”: rediseñar procesos para el acoplamiento humano‑máquina, presupuestos de aprendizaje continuado, evaluación por competencias y no por cargos, y pilotos serios de semana de cuatro días ligados a productividad.

Noveno, el seguro de transición. No basta con formar; hay que pagar el tiempo de formarse. Seguro salarial, cuentas individuales de aprendizaje, licencias educativas y guarderías son infraestructura para el pleno empleo real.

Décimo, la fiscalidad y la competencia. Menos sesgo a gravar trabajo frente a capital, incentivos a la difusión tecnológica más allá de la élite y normas de competencia que abran espacio a empresas medianas.

El mito no es que el empleo vaya a desaparecer, sino que el mercado por sí solo generará empleo suficiente y bueno. La tarea es diseñar abundancia de buen trabajo: menos fetichismo por la tasa y más ambición por la calidad humana del empleo. Sin ese giro, el pleno empleo será puro espejismo.

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