La economía de la obediencia: cómo los gobiernos compran silencio

El poder político rara vez se sostiene únicamente por la fuerza. Los tanques en la calle son caros, visibles y generan resistencia. Mucho más eficaz resulta un mecanismo más sutil: la compra de obediencia. Los gobiernos no necesitan ciudadanos libres, necesitan contribuyentes obedientes y consumidores dóciles. Y para lograrlo, han perfeccionado un sistema económico basado en la recompensa y la amenaza, en el subsidio y la sanción, en el “te protejo si callas” y el “te castigo si hablas”.

La historia muestra que los regímenes más estables no son necesariamente los más brutales, sino los que han aprendido a maquillar la sumisión como pacto social. Los faraones egipcios distribuían grano en tiempos de sequía, asegurando que las masas identificaran su supervivencia con la continuidad del poder. En la Europa medieval, las monarquías otorgaban privilegios comerciales a gremios leales, comprando con monopolios lo que no podían imponer con espadas. Y en el siglo XX, los Estados de bienestar construyeron su legitimidad con subsidios y programas sociales que transformaron a ciudadanos en clientes permanentes del Leviatán.

Hoy la técnica ha evolucionado. El Estado moderno compra silencio con ayudas directas, con créditos blandos, con empleos públicos cuya existencia depende de la expansión constante de la burocracia. ¿Quién va a morder la mano que alimenta, aunque esa mano robe primero para poder dar después? El ciudadano subvencionado no protesta: tiene miedo de perder el cheque. La obediencia, disfrazada de agradecimiento, se convierte en la moneda de cambio más rentable para los gobernantes.

Lo más perverso de esta dinámica es su alianza con el capitalismo de amiguetes. Los gobiernos no compran obediencia solo de los individuos, sino de corporaciones enteras. Contratos públicos, rescates financieros y regulaciones diseñadas a medida aseguran que las grandes empresas devuelvan el favor en forma de silencio político o propaganda servil. El mercado libre, que debería ser un espacio de competencia e innovación, se ve corroído por un mercadeo de privilegios que convierte al empresario en cortesano.

La tecnología, paradójicamente, ofrece una vía de escape y una trampa a la vez. El individuo puede emanciparse a través de la descentralización digital, del acceso directo a la información y de la creación de riqueza fuera de los canales oficiales. Pero también puede ser reducido a una cifra en bases de datos que permiten a los gobiernos distribuir recompensas y castigos con una precisión inédita. El crédito social en China no es un accidente cultural: es la versión explícita de lo que muchos Estados practican de forma encubierta.

El silencio comprado es siempre más peligroso que la censura abierta, porque el primero se viste de consenso. Una sociedad que acepta vender su voz a cambio de seguridad, de subsidios o de privilegios regulados, se condena a perder no solo la libertad política, sino también la capacidad de pensar críticamente. La gran incomodidad es admitir que cada vez que aceptamos un beneficio condicionado, estamos hipotecando nuestra independencia. El precio de ese cheque mensual o de ese contrato público no es dinero: es obediencia. Y el día en que descubramos que hemos entregado demasiado, quizá ya no tengamos voz para reclamarlo.

¿Quieres que te haga también una versión más breve, incisiva y con frases afiladas, pensada como guion directo para un video de YouTube de 5 minutos?

Siguiente
Siguiente

El espejismo del Estado benefactor: ¿protección o dependencia?