El lenguaje como arma: cómo manipulan las élites el vocabulario político

El gran triunfo de las élites contemporáneas no ha sido económico ni tecnológico: ha sido lingüístico. La verdadera batalla por el poder no se libra en los parlamentos ni en los mercados, sino en el diccionario. Quien controla el significado de las palabras controla el marco mental de la sociedad. Y cuando la gente piensa dentro de marcos prestados, deja de pensar por sí misma. No hace falta censurarla: basta con etiquetar sus ideas como “problemáticas”, “antisociales” o, el nuevo eufemismo favorito, “no alineadas con los valores democráticos”.

Este fenómeno no es nuevo. La Unión Soviética convirtió la palabra “enemigo del pueblo” en una sentencia de muerte. La Iglesia medieval monopolizó el término “herejía” para someter cualquier escepticismo. Hoy las élites occidentales —menos brutales, pero no menos ambiciosas— han aprendido a operar con sutileza quirúrgica. No prohíben palabras: las vacían, las inflan, las desvían. Son expertos en alquimia semántica.

La “seguridad” sirve para justificar vigilancia masiva. La “solidaridad”, para blindar burocracias parasitarias. La “inclusión”, para imponer homogeneidad ideológica. Y la palabra “democracia” se ha convertido en una especie de comodín moral, una coartada para disciplinar cualquier disidencia: si estás en contra del paquete regulatorio de turno, “amenazas la democracia”; si cuestionas el gasto público, “atacas la cohesión social”.

El lenguaje político ya no describe la realidad: la construye selectivamente. Funciona como un software que actualiza el sistema operativo mental de la población sin pedir permiso. Las élites lo saben y lo explotan. Por eso encuentran tan incómoda la innovación tecnológica verdaderamente descentralizadora. No porque amen la privacidad —si la amaran, no coleccionarían datos como si fueran petróleo— sino porque la tecnología fuera de su control amenaza su monopolio simbólico.

Basta observar cómo se narran las disrupciones tecnológicas: si un avance empodera al individuo, se tacha de “riesgo”; si permite a las instituciones ampliar su esfera de control, se etiqueta como “innovación responsable”. La IA generativa, por ejemplo, es presentada simultáneamente como una salvación económica y un peligro civilizatorio, dependiendo de quién la use. Cuando la emplea un ciudadano para escapar del corsé narrativo, es sospechoso; cuando la usa un Estado para vigilar más eficientemente, es “modernización”.

La privacidad, en este contexto, no es una reivindicación romántica: es uno de los pocos escudos que le quedan al individuo frente a la absorción semántica del poder. Sin privacidad, todo lenguaje se vuelve confesional, y toda confesión, materia prima para el control. Las grandes corporaciones y los Estados compiten por ver quién sabe más de ti, pero coinciden en algo: prefieren que no sepas demasiado sobre ellos. Transparencia para abajo, opacidad para arriba. Una ecuación tan antigua como el poder mismo.

La historia demuestra que las sociedades no colapsan cuando pierden recursos, sino cuando pierden el control de su propio vocabulario. Primero se redefinen las palabras, luego se redefinen las conductas permitidas, y finalmente se redefine al individuo mismo.

La próxima vez que escuches una palabra política de moda, pregúntate quién la inventó y para qué. Si produce comodidad, desconfía. Si produce incomodidad, quizá estés más cerca de la verdad. Después de todo, las élites pueden manipular el lenguaje, pero no pueden obligarte a pensar dentro de sus límites… a menos que tú aceptes voluntariamente su diccionario.

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